Diferencia entre revisiones de «Gobernanza territorial»
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− | El encaje con las normas autonómicas en materia de rentas de inclusión o rentas garantizadas de ingresos planteó disfunciones desde el inicio. En primer lugar, porque el Real Decreto-ley ya establecía una distinción entre País Vasco y C.F. de Navarra y el resto de CC.AA. al contemplar la atribución de competencias del Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS) a esas comunidades mediante convenio, aludiendo a la distinta naturaleza del régimen foral. Esta circunstancia se entendió como un agravio y un trato desigual. En segundo lugar, porque, aunque el R. D.-ley también contemplaba la posibilidad de impulsar | + | El encaje con las normas autonómicas en materia de rentas de inclusión o rentas garantizadas de ingresos planteó disfunciones desde el inicio. En primer lugar, porque el Real Decreto-ley ya establecía una distinción entre País Vasco y C.F. de Navarra y el resto de CC.AA. al contemplar la atribución de competencias del Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS) a esas comunidades mediante convenio, aludiendo a la distinta naturaleza del régimen foral. Esta circunstancia se entendió como un agravio y un trato desigual. En segundo lugar, porque, aunque el R. D.-ley también contemplaba la posibilidad de impulsar convenios con el resto de CC.AA. y/o entidades locales, lo cierto es que el Ingreso Mínimo Vital inició su andadura en paralelo a los sistemas de protección de las CC.AA., postergando ''sine die'' la celebración de convenios entre las administraciones. El Gobierno central argumentó que disponía de mejor información que las CC.AA. para poner en marcha la medida al disponer de los datos de la renta de las personas físicas y de la Seguridad Social, pero no ponderó la debilidad de sus propios servicios y recursos personales para atender el despliegue de la norma. En tercer lugar, creó confusión entre responsables autonómicos, perceptores de rentas regionales y también entre potenciales beneficiarios. Finalmente, colapsó unos departamentos de servicios sociales de los ayuntamientos que ya arrastraban carencias de personal. Este último aspecto, al que tal vez se le ha prestado hasta ahora menos atención de la debida, resulta fundamental y explica, en buena medida, el colapso, el déficit de gestión y el fracaso relativo al impedir el acceso a una prestación (sea IMV o renta garantizada o de inclusión) a ciudadanos con derecho a percepción. Distintos informes de servicios sociales municipales o de organismos autonómicos equivalentes al Defensor del Pueblo así lo corroboran. |
En conjunto, la ausencia de coordinación y cooperación entre niveles de gobierno con competencias compartidas ha desembocado en el fracaso relativo de una muy buena iniciativa que podrá mejorar una vez que se vayan celebrando los convenios previstos entre el Gobierno central y las CC.AA. y se doten adecuadamente de recursos a los servicios sociales de los gobiernos locales. | En conjunto, la ausencia de coordinación y cooperación entre niveles de gobierno con competencias compartidas ha desembocado en el fracaso relativo de una muy buena iniciativa que podrá mejorar una vez que se vayan celebrando los convenios previstos entre el Gobierno central y las CC.AA. y se doten adecuadamente de recursos a los servicios sociales de los gobiernos locales. | ||
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Revisión actual del 10:26 15 sep 2022
La pandemia COVID-19 en España. Primera ola: de los primeros casos a finales de junio de 2020
Monografías del Atlas Nacional de España.
Estructura temática > Efectos sociales, económicos y ambientales > Gobernanza territorial
España forma parte del grupo de las democracias liberales que cuenta con uno de los estados con mayor grado de descentralización política. Desde que culminó el proceso de transferencias a las comunidades autónomas mediante los pactos políticos de 1992, somos un Estado integrado por la Administración General del Estado, las comunidades autónomas y los gobiernos locales. Responde a un modelo en el que para hacer efectiva la combinación de autogobierno y gobierno compartido, es necesario contar con mecanismos institucionales que faciliten dos principios fundamentales de la buena gobernanza territorial: coordinación y cooperación entre las partes que son Estado. Sin embargo, el balance que podemos hacer hasta ahora aconseja, en primer lugar, subrayar que hemos avanzado mucho en la parte de autogobierno y poco en la de gobierno compartido, los dos pilares fundamentales que dan significado al concepto genuino de foedus (pacto); y, en segundo lugar, afirmar que, aunque España sea uno de los estados más descentralizados de la Unión Europea (UE), ello no implica que no exista déficit de gobernanza territorial.
Este proceso de descentralización ha modificado la geografía del poder político, hasta el punto de que las comunidades autónomas tienen competencias exclusivas en ámbitos fundamentales, en especial en aquellas relacionadas con el estado de bienestar, si bien el Gobierno central es, a la vez, titular de otras y responsable de aspectos fundamentales para la formulación coherente de políticas públicas que garantizan la cohesión social y territorial.
Con ocasión de la pandemia global, el Estado autonómico se ha visto sometido a un test de estrés tan profundo y estructural como desconocido. Esta situación ha obligado a impulsar dispositivos institucionales de coordinación como la Conferencia de Presidentes y las Conferencias Sectoriales, que ya existían, pero que prácticamente permanecían en letargo desde su creación. El Real Decreto que reguló el nuevo estado de alarma y la orden del Ministerio de Sanidad ya incorporaban el concepto de “cogobernanza” y la coordinación del Gobierno con las comunidades para que el proceso de desescalada hacia la nueva normalidad se adecuase a las características de los distintos territorios.
Los gráficos de Número de Conferencias de Presidentes y de Conferencias Sectoriales de Sanidad evidencian la escasa relevancia que ha tenido esta figura hasta el momento y resalta los déficits institucionales y de cultura política muy importantes. El hecho de que en unos meses se hayan producido más conferencias de presidentes que desde la creación de esta figura fundamental en fecha tan tardía como inexplicable (octubre de 2004), evidencia que durante décadas no ha tenido el protagonismo debido para garantizar una buena gobernanza; su funcionamiento está muy lejos del que sería adecuado; sus resultados han sido hasta ahora discretos y, los efectos de la polarización política, tan acusada en España, dificultan la posibilidad de tejer acuerdos que son urgentes. La mejor prueba de este déficit institucional es que la Conferencia de Presidentes dejó de convocarse en octubre de 2020, cuando debería haber seguido funcionando con la regularidad que obliga la situación excepcional. Afortunadamente, la Conferencia Sectorial de Sanidad ha seguido funcionando con regularidad, así como la Conferencia Sectorial de Servicios Sociales y otras muy importantes y han demostrado buenos resultados en materia de coordinación entre gobierno central y comunidades autónomas.
Las iniciativas en materia de gobernanza multinivel durante todo el primer año de pandemia trascienden con mucho al número de conferencias celebradas y van más allá de las competencias de cada nivel de gobierno. En ocasiones, como en el resto de estados de la UE, se han evidenciado carencias, imprevisiones, contradicciones, desencuentros e incluso episodios de judicialización entre los responsables de los distintos gobiernos. La situación de emergencia lo explica en buena parte. Pero, en otras muchas, se han desplegado medidas muy importantes, ejemplo de buena gobernanza, por los cuatro niveles con competencias (Unión Europea, Gobierno central, comunidades autónomas y gobiernos locales) en áreas muy diversas, como salud, educación, servicios sociales, economía, hacienda o empleo, con el objetivo compartido de salvar vidas, reactivar la economía mediante planes de reconstrucción y recuperación (desde el programa Next-Generation hasta iniciativas locales), garantizar liquidez a empresas y familias con ayudas directas y atender las urgencias de los grupos de población más vulnerables afectados por la pandemia.
La gestión de la pandemia nos permite extraer hasta el momento algunas enseñanzas: a) ha puesto a prueba al Estado autonómico, que ha salido fortalecido, al utilizarse como nunca antes los instrumentos de gobernanza existentes. Se ha afianzado en el imaginario colectivo una España más policéntrica, más horizontal, más descentralizada y hemos visto a las partes que son Estado actuando como un Estado; b) como pone de relieve el mapa de Áreas de Salud de Atención Primaria, en cada comunidad autónoma existen distintas formas de organizar la prestación del servicio público en ejercicio de sus competencias exclusivas, lo cual es compatible con remitir información agregada por provincias al Gobierno central; c) ha servido para evidenciar los déficits de gobernanza multinivel y carencias en pilares fundamentales del estado de bienestar, pero se han ido resolviendo los graves problemas provocados por la pandemia COVID-19 y se ha aprendido colectivamente; d) se ha afianzado, entre una ciudadanía que está demostrando una actitud ejemplar, la importancia de los servicios públicos, pilar fundamental del estado de bienestar y responsabilidad fundamental de las CC.AA.; e) ha abierto una nueva etapa de diálogo en la construcción de acuerdos y alianzas estratégicas entre distintas CC.AA. para abordar problemas y retos comunes, que contienen un gran simbolismo político, porque se impulsan pensando en el conjunto del Estado; f) finalmente, ha quedado clara la agenda para el futuro inmediato: España debe mejorar sustancialmente la carencia de datos que la pandemia ha evidenciado, ha de revisarse y mejorar el sistema de financiación de nuestro estado de bienestar para garantizar la equidad territorial y equipararlo a la media de países de nuestro entorno, han de institucionalizarse el funcionamiento regular de la Conferencia de Presidentes y Conferencias Sectoriales y, por último, sería muy conveniente la creación de un Centro Estatal de Salud Pública.
Gasto de la administración regional
Las CC.AA. han tenido que hacer frente a la situación de grave emergencia social ocasionada por la pandemia en condiciones precarias. En primer lugar, porque el gasto social de España se situaba 4,5 puntos por debajo de la media de la UE; también se situaba en posición de desventaja en cuanto a gasto en salud pública. En segundo lugar, porque los niveles de pobreza y exclusión social ya estaban entre los más elevados de la UE. En tercer lugar, porque el gasto público en protección social de las administraciones territoriales, pese a que ha evolucionado de forma positiva en los últimos años, como puede verse en los cuadros y mapas, afrontaba el shock de la pandemia con un gasto público por habitante que no había recuperado los niveles anteriores a la recesión de 2008. Los recortes en materia de gasto público social fueron muy severos en los años posteriores a 2008 y la pandemia sorprendió al sistema público de salud, a los departamentos de servicios e inclusión social y a los servicios sociales de los gobiernos locales en condiciones muy precarias; por ejemplo, Amnistía Internacional indicaba que entre 2009 y 2018 el gasto sanitario público pasó de 70.672 millones de euros a 62.750 (un 11,21% menos), mientras aumentó la población mayor de 65 años. En cuarto lugar, porque el modelo español presenta grandes desigualdades de gasto entre CC.AA. en los principales servicios públicos sobre los que tienen competencias exclusivas. Estas diferencias entre las comunidades de régimen foral (País Vasco y Comunidad Foral de Navarra) y las de régimen común, así como entre estas últimas, que se puede apreciar en el mapa Evolución del gasto per cápita total de la administración regional, no responden tanto a la posibilidad de establecer distintas prioridades de gasto, como al hecho de que los modelos de financiación autonómica no han sido capaces de garantizar el principio de equidad entre territorios para hacer frente a idénticas competencias. Desde esa asimetría crónica las CC.AA. hubieron de afrontar tan extraordinaria situación. La gestión sociosanitaria de la pandemia ha evidenciado, entre otras muchas cosas, esos desequilibrios y las dificultades para abordar los mismos problemas con muy distintos presupuestos. Por ello, es urgente acordar un nuevo sistema de financiación para dar respuesta a los problemas sociales y económicos que, posiblemente, se agravarán y prolongarán en el tiempo.
La pandemia ha tensionado hasta límites desconocidos el sistema sanitario, el actual modelo de residencias, el sistema educativo y la red de servicios sociales. Las situaciones de emergencia atendidas por organizaciones de caridad, redes vecinales y por el tercer sector (véase el tema Acciones solidarias) son buena muestra. Sin embargo, el esfuerzo realizado por el conjunto de las administraciones y muy especialmente por los servidores públicos de las áreas sociosanitarias y del sistema educativo, ha sido muy importante. El Gobierno central, mediante el uso de sus competencias y con la puesta en marcha de los Expedientes de Regulación Temporal de Empleo (ERTE) para garantizar seguridades básicas a trabajadores afectados por el confinamiento y cierre de empresas, ha contribuido de forma significativa, gracias a la aprobación en junio de un Fondo COVID-19 de 16.000 millones de euros para las CC.AA., destinado a financiar los gastos extraordinarios ocasionados por la pandemia. Se trata de un fondo no reembolsable, asignado al gasto sanitario (9.000 millones), gasto en educación (2.000 millones) y otros 5.000 millones relacionados con la merma de ingresos. Por su parte, las CC.AA., aun con las desigualdades de partida de financiación per cápita, han incrementado sus esfuerzos, así como sus presupuestos para el año siguiente, priorizando las tres grandes áreas sociales de las que son competentes: sanidad, servicios sociales y educación. Todo ello ha sido posible porque las nuevas reglas fiscales con las que la UE ha afrontado esta emergencia nada tienen que ver con la austeridad impuesta en la recesión de 2008.
EVOLUCIÓN DEL GASTO PER CÁPITA DE LA ADMINISTRACIÓN REGIONAL
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EVOLUCIÓN DEL GASTO PER CÁPITA EN SALUD DE LA ADMINISTRACIÓN REGIONAL
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EVOLUCIÓN DEL GASTO PER CÁPITA EN PROTECCIÓN SOCIAL DE LA ADMINISTRACIÓN REGIONAL
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Ingreso mínimo vital, rentas mínimas y renta activa de inserción
España estaba entre los países de la UE con mayores niveles de desigualdad, pobreza y exclusión social antes de la pandemia. Distintos informes se hacían eco de una situación que es estructural: los indicadores apenas han registrado cambios significativos durante décadas, se agravó tras la Gran recesión de 2008 y las medidas de reducción de gasto social posteriores y se ha acentuado significativamente durante el primer año de pandemia. En 2019 más de 9 millones y medio de personas vivían en pobreza relativa y, de ellos, la mitad en pobreza severa, siendo España el cuarto país de la UE con mayor tasa de pobreza severa. Las características de un modelo productivo que favorece una “economía de bajos salarios”, de mercados de trabajo caracterizados por su elevada temporalidad y precariedad y la debilidad, mantenida en el tiempo, de determinadas políticas públicas, en especial las relacionadas con vivienda pública y de alquiler, ayuda a las familias y atención a grupos vulnerables, explican una situación que presenta, no obstante, diferencias regionales muy significativas.
El desempleo de larga duración en 2019 no se había reducido de forma significativa respecto a las elevadas cifras de 2013 (véase la información contenida en el tema Trabajo). Los niveles de exclusión social marcaban una clara diferencia entre los estados de bienestar del sur de la UE y los países centrales (Grecia, Italia y España ocupaban los últimos lugares en la Europa de los 15), y los niveles de exclusión moderada y severa en noviembre de 2019, indica Oxfam, eran superiores al 16% de la población en 11 de las 17 CC.AA. A ello hay que añadir, señala el INE, que a finales de 2019 España era el país con mayor tasa de abandono temprano de la formación de la UE (21,4%). En un contexto en el que la capacidad de transferencia de rentas a los grupos de población más vulnerables era en 2018, según indica la OCDE, de los más bajos de los países desarrollados. Una característica muy destacable en el caso español de lo que se denomina efecto Mateo.
Los efectos sociales de la pandemia COVID-19 fueron visibles de forma casi inmediata. Pronto se pudo comprobar que las distintas políticas de inclusión existentes en las CC.AA., además de sus problemas de gestión, no bastaban para atender la situación excepcional que afectaba a familias y personas ante los efectos sociales de una pandemia global sin precedentes. La propia UE había señalado de forma reiterada que el impacto de las políticas de rentas mínimas impulsadas por las CC.AA., además de reflejar grandes disparidades entre ellas, apenas superaba el 20% de beneficiarios potenciales. En ese contexto, además de la aprobación del Fondo COVID-19 de 16.000 millones de euros antes citado, hay que situar dos iniciativas de protección social por parte del Gobierno central cuyo balance hasta el momento ofrece resultados distintos. Ambos ejemplos sirven para ilustrar tanto la necesidad de disponer de un buen modelo de gobernanza como la conveniencia de mejorarlo. La primera iniciativa, ejemplo de buena gobernanza, fue la puesta en marcha de los ERTE. La aprobación del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, de medidas urgentes extraordinarias para hacer frente al impacto económico y social de la COVID-19, así como Real Decreto-ley 18/2020, de 12 de mayo, de medidas sociales en defensa del empleo, tenían como objetivo minimizar los daños al tejido productivo y estabilizar el empleo. Han sido iniciativas muy positivas, fruto del diálogo social y en coordinación con las CC.AA., que han reducido incertidumbre a empresas y familias ante una situación de emergencia. En abril de 2020 más de 3,5 millones de trabajadores estaban protegidos por un ERTE y hacia finales de ese mismo año el número de personas incluidas todavía ascendía a casi 750.000 personas.
La otra gran iniciativa del Gobierno central ha sido el Real Decreto-ley 20/2020, de 29 de mayo, aprobado con amplio apoyo parlamentario y sin ningún voto en contra, por el que se establecía el Ingreso Mínimo Vital (IMV), pero, en este caso, los problemas de coordinación entre administraciones han dificultado su despliegue de forma muy significativa. Fue la respuesta del Gobierno central al problema estructural de pobreza existente en España y se concibió como mecanismo para favorecer la integración social. Su puesta en marcha fue acelerada para ayudar a cubrir las situaciones de vulnerabilidad causadas por la pandemia. Según las estimaciones gubernamentales, la nueva prestación podría alcanzar los 850.000 hogares beneficiarios, en los que vivirían más de 2,3 millones de personas, con especial incidencia en los hogares con niños. De hecho, de los 2,3 millones de potenciales beneficiarios, un 30% se estimaba que eran menores. También habría una incidencia mayor entre los hogares monoparentales, que supondría el 16% de los beneficiarios. Dentro de ellos, casi un 90% estarían encabezados por una mujer. A juicio del Gobierno supondría la práctica erradicación de la pobreza extrema, que afectaría a unos 600.000 hogares y 1,6 millones de personas, la medida sería compatible con rentas salariales, incluía incentivos al empleo y establecía una amplia variedad de tipologías de hogar, cada uno con un nivel de renta garantizado que oscila entre los 5.538 y 12.184 euros anuales.
El primer balance de la puesta en marcha del IMV queda reflejado en los distintos mapas y gráficos referidos a número de Personas beneficiarias del Ingreso Mínimo Vital y Expedientes de IMV tramitados desde la puesta en marcha del programa hasta marzo de 2021. De su lectura se pueden extraer dos conclusiones fundamentales: los beneficiarios se concentran en las áreas en las que los niveles de pobreza ya eran más elevados en España y donde los sectores económicos habían sido más afectados por la pandemia; el número de personas beneficiadas apenas alcanzaba a un tercio de los hogares respecto a los 850.000 previstos (en torno a 700.000 de un total de los 2,3 millones de personas en pobreza a los que se pretendía llegar).
En marzo de 2021, fecha hasta la que se prolonga la información de los gráficos y mapas, el propio Gobierno central hacía su propio balance: de 1.150.000 solicitudes válidas recibidas se habían tramitado poco más de 870.000. De ellas, 600.000 habían sido denegadas, 210.000 aprobadas, y 62.000 se encontraban en proceso de subsanación. Aun contando la totalidad de las aprobadas estas eran solo un 25% de las solicitudes tramitadas. El propio departamento responsable avanzaba también información sobre el perfil de los beneficiarios identificando dos grupos especialmente vulnerables: mujeres y menores. Los hogares o unidades de convivencia estaban formados por una media de 2,77 personas y la prestación media reconocida por cada hogar o unidad de convivencia es de 460 euros. Más del 70% de los titulares de la prestación eran mujeres, también mayoría entre los beneficiarios. Un 43% de las personas que habitaban en los hogares beneficiarios del IMV eran menores, y casi el 70% de las unidades de convivencia tenían al menos a un menor.
Todos los informes intermedios, tras valorar positivamente la medida, resaltan carencias, críticas y algunas lagunas muy importantes, en especial: insuficiencia, ausencia de condicionalidad, rigidez burocrática y déficit de gobernanza multinivel. La norma nos acerca más a niveles de protección social de otros países de nuestro entorno, pero todavía estamos muy lejos de la media. No establece condicionalidad (la normativa autonómica de inclusión suele condicionar la percepción a la participación de los beneficiarios en itinerarios que favorezcan su inserción social y laboral). Por último, muchos beneficiarios potenciales han quedado excluidos por la propia rigidez de la norma (en especial incompatibilidades), por no reunir todos los requisitos, no poder justificar su situación al encontrase “fuera del sistema” o por no saber o no poder cumplimentar formularios y trámites burocráticos. Esta paradoja es la que explica que miles de personas e incluso hogares con todos sus miembros sin ingresos y una situación muy desesperada, hayan tenido que seguir siendo atendidas por redes de caridad o engrosando las llamadas “colas del hambre”. La última reforma en profundidad, que introduce el Real Decreto-ley 3/2021, de 2 de febrero, así lo reconocía en su exposición de motivos: “El periodo de puesta en marcha de la prestación, desde su entrada en vigor, ha hecho evidente la necesidad de mejorar algunos aspectos de la misma para permitir que se dé cobertura al mayor número de personas y se puedan incluir algunas situaciones que, con la regulación actual, no se contemplan o no cuentan con una operativa que permita incorporarlas correctamente a la prestación”. Es posible que con estas modificaciones y otros ajustes anunciados se aumente el número de beneficiarios de forma gradual hasta aproximarse a los 850.000 hogares inicialmente previstos. También debería prestarse más atención a que la norma favorezca y refuerce vías de inserción social y laboral.
La crítica más severa, en claro contraste con la puesta en marcha de los ERTE o del modélico proceso de vacunación, debe situarse en el ámbito de la gobernanza multinivel. Los desajustes y la ausencia de coordinación entre los tres niveles de gobierno comprometidos en la atención a los grupos más vulnerables afectados por la pandemia (Gobierno central, CC.AA. y gobiernos locales), además de ser uno de los mejores ejemplos de nuestro déficit de coordinación y cooperación, abocan a calificar de fracaso la gestión llevada a cabo.
El encaje con las normas autonómicas en materia de rentas de inclusión o rentas garantizadas de ingresos planteó disfunciones desde el inicio. En primer lugar, porque el Real Decreto-ley ya establecía una distinción entre País Vasco y C.F. de Navarra y el resto de CC.AA. al contemplar la atribución de competencias del Instituto Nacional de la Seguridad Social (INSS) a esas comunidades mediante convenio, aludiendo a la distinta naturaleza del régimen foral. Esta circunstancia se entendió como un agravio y un trato desigual. En segundo lugar, porque, aunque el R. D.-ley también contemplaba la posibilidad de impulsar convenios con el resto de CC.AA. y/o entidades locales, lo cierto es que el Ingreso Mínimo Vital inició su andadura en paralelo a los sistemas de protección de las CC.AA., postergando sine die la celebración de convenios entre las administraciones. El Gobierno central argumentó que disponía de mejor información que las CC.AA. para poner en marcha la medida al disponer de los datos de la renta de las personas físicas y de la Seguridad Social, pero no ponderó la debilidad de sus propios servicios y recursos personales para atender el despliegue de la norma. En tercer lugar, creó confusión entre responsables autonómicos, perceptores de rentas regionales y también entre potenciales beneficiarios. Finalmente, colapsó unos departamentos de servicios sociales de los ayuntamientos que ya arrastraban carencias de personal. Este último aspecto, al que tal vez se le ha prestado hasta ahora menos atención de la debida, resulta fundamental y explica, en buena medida, el colapso, el déficit de gestión y el fracaso relativo al impedir el acceso a una prestación (sea IMV o renta garantizada o de inclusión) a ciudadanos con derecho a percepción. Distintos informes de servicios sociales municipales o de organismos autonómicos equivalentes al Defensor del Pueblo así lo corroboran.
En conjunto, la ausencia de coordinación y cooperación entre niveles de gobierno con competencias compartidas ha desembocado en el fracaso relativo de una muy buena iniciativa que podrá mejorar una vez que se vayan celebrando los convenios previstos entre el Gobierno central y las CC.AA. y se doten adecuadamente de recursos a los servicios sociales de los gobiernos locales.
Finalmente, los mapas y gráficos referidos a la Renta Activa de Inserción (RAI) reflejan otro aspecto interesante. Se trata de una prestación no contributiva de 451 euros al mes para personas que han agotado la prestación por desempleo, no pueden acceder a otro subsidio y cuentan con dificultades para acceder a un trabajo. Esta prestación, además de los requisitos generales, se orienta a colectivos específicos especialmente vulnerables: desempleados de larga duración mayores de 45 años, mujeres víctimas de violencia de género, emigrantes retornados mayores de 45 años y personas desempleadas con discapacidad igual o superior al 33%. Refleja el estado de situación de lo que podríamos considerar la última red de seguridad que afecta a algo más de un 5% del total de parados con derecho a una prestación. La pandemia ha evidenciado que sigue quedando entre nosotros un significativo sector de población fuera de esta última red, un dato y un reto que no solo interpela a los poderes públicos sino al conjunto de la ciudadanía.
Recursos relacionados
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