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Revisión del 09:48 12 abr 2024
España en mapas. Una síntesis geográfica
Compendios del Atlas Nacional de España. Actualizado
Estructura temática > Población, poblamiento y sociedad > Demografía > Dinámica demográfica
Evolución y distribución de la población española
Indicadores de Dinámica demográfica Índice de feminidad: es la proporción entre el número de mujeres censadas en un territorio respecto a la población total. Se expresa en tanto por cien. Fuente: INSTITUTO GEOGRÁFICO NACIONAL (2008): Demografía. Serie Monografías del Atlas Nacional de España (ANE). Instituto Nacional de Estadística (2023): https://www.ine.es/metodologia/t20/metodologia_idb.pdf. |
A principios del siglo XX, la población de España se situaba por debajo de los 20 millones de habitantes y en la actualidad supera los 48 millones. Esta notable transformación demográfica tiene sus raíces en una serie de cambios y avances de carácter político, ideológico y socioeconómico que acontecieron a finales del siglo XIX y principios del siglo XX. A pesar de que su desarrollo se produjo con cierto retraso, en comparación con los países más industrializados de Europa Occidental, la pujanza económica y demográfica experimentada a partir de la segunda mitad del siglo XX ha sido muy acelerada.
En los años cincuenta, España se caracterizaba por ser una sociedad todavía muy rural. Es a partir de los años sesenta cuando experimenta un crecimiento urbano exponencial, que coincide con la transición demográfica y la llegada del baby boom. Este acelerado crecimiento poblacional no tuvo una distribución homogénea del poblamiento. Durante este periodo desarrollista se produjo el éxodo rural y una migración masiva de población joven, particularmente femenina, hacia las urbes más industrializadas, de mayor crecimiento económico y que ofrecían mayores oportunidades laborales y disponibilidad de acceso a bienes y servicios, así como una importante emigración hacia los países europeos en rápido crecimiento y que demandaban mano de obra, como Alemania, Francia o Suiza.
Simultáneamente, estos movimientos migratorios propiciaron un acelerado proceso de envejecimiento y masculinización de las amplias zonas rurales del interior, que vieron debilitada su economía y, en consecuencia, su demografía. La conjunción de estos factores, junto con la configuración de las redes de transporte y comunicaciones, desempeñaron un papel crucial en la transformación del modelo de asentamientos y en la generación de notables desequilibrios en la distribución y la organización territorial de la población. La instauración y consolidación de la democracia y el estado del bienestar en las décadas de los años ochenta y noventa generaron las condiciones propicias para el retorno de parte de la población nacional que previamente había emigrado. No obstante, la comprensión del crecimiento demográfico y su distribución territorial no puede entenderse sin tener en cuenta la adhesión de España en 1986 a la entonces Comunidad Europea. Este acontecimiento supuso una fuente significativa de financiación a través de los fondos estructurales de la política regional europea, que constituyó la base de recursos financieros esenciales para lograr mejoras sin precedentes en las infraestructuras de comunicaciones y en los equipamientos públicos en España, en particular en regiones de desarrollo prioritario, como Castilla-La Mancha, Extremadura, Galicia o Andalucía. Este proceso contribuyó a consolidar la posición de España como una de las economías destacadas en el ámbito europeo, que permitió, aunque de manera temporal, detener la pérdida demográfica.
España se transformó definitivamente; el modelo de sociedad autárquica y cerrada dio paso a otro plenamente integrado en la Europa comunitaria. Es un momento de cambios en las relaciones sociales, políticas y en la organización política y territorial. Una fase de apertura que favoreció la aparición de nuevas pautas de comportamiento y factores socioculturales influyentes en cuestiones como la nupcialidad, la planificación familiar, el aumento de la participación laboral de la mujer, la consolidación de una sociedad de carácter urbano y la entrada en un régimen demográfico moderno, caracterizado por un descenso de las tasas de natalidad y fecundidad, y por un aumento notable de la esperanza de vida.
Desde finales de los noventa, los comienzos del nuevo milenio y hasta finales del 2007 se inicia una etapa en la que España entra en la segunda transición demográfica, caracterizada por un crecimiento rápido de la población total, basado en la caída de la mortalidad y en la llegada masiva de inmigrantes internacionales. Coincide con un momento de expansión económica, caracterizado por unas tasas medias anuales de crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB) del 3,5%. Este fenómeno, denominado comúnmente como el “milagro económico español” introdujo cambios sustanciales en los modos de vida, pero también en el modelo productivo y la actividad económica del país, marcados por una estrecha dependencia del sector inmobiliario y de la construcción.
Durante más de una década el crecimiento demográfico de España, gracias a la llegada de población inmigrante, estuvo muy por encima de países como Alemania, Francia, Reino Unido o Italia. Este aumento demográfico y las expectativas de consolidar la “Florida del sur de Europa” impulsó un mercado inmobiliario especulativo que estimuló la urbanización desmesurada, difusa, insostenible e ineficiente en los espacios costeros mediterráneos, en las áreas periurbanas de las orlas metropolitanas y, en menor medida, en las zonas turísticas del interior, montaña y costa atlántica del país.
Estas tasas de crecimiento demostraron ser coyunturales y se paralizaron durante la gran recesión, entre 2008 y 2013, con una pérdida de población neta. Esta crisis ha supuesto un aumento de la divergencia en rentas entre regiones y una precariedad y brecha social, que ha afectado sobre todo a los jóvenes y a los grupos de población más vulnerable. Estos factores acentuaron aún más las bajas tasas de natalidad. Fue un periodo con saldos naturales y migratorios negativos por el retorno de inmigrantes extranjeros a sus países de origen. Todo ello supuso la desvitalización de las áreas rurales, que en el periodo anterior habían experimentado un ligero rejuvenecimiento demográfico.
A partir de 2014, se inició un proceso de lenta recuperación de la crisis, que permitió restablecer el balance demográfico positivo por el retorno de la población extranjera y una disminución de la emigración por parte de la población española. Y aunque el periodo de pandemia por COVID-19 en 2020 supuso un cierto estancamiento demográfico, actualmente la mejor situación económica de España frente a otros países de la Unión Europa, y los graves problemas sociopolíticos en Iberoamérica, África o Ucrania hacen que nuestro país siga creciendo en población.
Actualmente España es un país con una estructura demográfica envejecida, muy urbanizado y un espacio rural de muy baja densidad y cuyo crecimiento poblacional depende de la inmigración internacional. Se ha consolidado una polarización por la que las áreas en declive demográfico no están siendo compensadas por la migración interna, que principalmente han nutrido las zonas periurbanas de las grandes ciudades.
Las notables dicotomías entre estos espacios urbanos y rurales se asientan en unas dinámicas productivas y residenciales y en una red de infraestructuras y comunicaciones que todavía no ha conseguido articular los asentamientos de las zonas rurales del interior. Una población escasa y marcadamente dispersa con elevados niveles de masculinidad y envejecimiento que contrastan con los municipios con mayor población y feminidad, correspondientes a los espacios más urbanizados.
Variaciones de población y densidad de población
La población española casi ha triplicado su tamaño desde el inicio del siglo XX hasta la actualidad, si bien el ritmo y la distribución territorial de este crecimiento se ha producido de manera marcadamente desigual entre provincias. Así, a diferencia de la distribución demográfica más homogénea que prevalecía en 1900, es a partir del desarrollismo de los sesenta cuando se acelera la polarización territorial de los efectivos demográficos.
Algunas provincias del interior situaron su máximo poblacional en los años cincuenta y desde entonces no han logrado detener su declive demográfico. Destacan Teruel, Cuenca, Soria, Palencia, León, Lugo, Ourense, Zamora, Salamanca, Ávila y Cáceres. La despoblación de estos espacios se intensificó en gran medida a consecuencia de las migraciones masivas de la población rural en edad de trabajar hacia las regiones urbanas de mayor desarrollo económico e industrial.
En consecuencia, fueron Madrid, Barcelona, Valencia, Zaragoza, Sevilla, Valladolid, A Coruña, Pontevedra, Navarra o Álava las provincias receptoras que se beneficiaron de esos flujos migratorios, atraídos por las políticas desarrollistas que concentraron selectivamente las actividades económicas y las oportunidades laborales.
Este modelo económico favoreció los rápidos procesos de urbanización e industrialización, y la aparición de significativas fuerzas centrípetas metropolitanas de demanda de mano de obra. Adicionalmente, las provincias insulares y costeras, especialmente las del arco mediterráneo, se vieron beneficiadas por la dinamización económica y la alta disponibilidad de servicios provocada por el boom turístico, que favorecieron el desarrollo regional, a la par que intensificaron el modelo centro-periferia.
Los desequilibrios en la distribución poblacional se consolidaron progresivamente tras el éxodo rural, dando lugar a vacíos demográficos que no pudieron recuperarse por el débil crecimiento vegetativo característico de la dinámica demográfica española. Se trataba de regiones que demandaban menos mano de obra por la mecanización del sector primario, la desagrarización, la disminución de la población en edad de trabajar y la regresión derivada del envejecimiento y masculinización de su estructura demográfica.
Este vaciado fue especialmente marcado en las provincias peor comunicadas, que no llegaron a industrializarse, a especializarse en servicios, o en una agricultura exportadora de productos agrícolas de alto valor. Además, varias de estas regiones no pudieron adaptarse positivamente a la nueva coyuntura económica tras la reconversión industrial de la década de los ochenta. Sí que lo hicieron las provincias de Bizkaia y Gipuzkoa con un largo proceso de transformación y diversificación productiva a partir de los años noventa, que favoreció su dinamismo demográfico a comienzos del nuevo milenio.
Desde el inicio del siglo XXI se ha mantenido la inercia de la fragmentación demográfica. Es la España que retrocede frente a la que progresa. En esta dualidad, diez provincias no han logrado detener su declive, que es especialmente contrastado en Ourense y Zamora, con variaciones demográficas negativas inducidas por sus altos índices de envejecimiento por la base y por la cúspide de la pirámide poblacional. Las restantes están sumidas en un estancamiento demográfico que ya es estructural. Es el caso de Palencia, León, Salamanca, Cáceres, Ávila, Jaén, Soria, Cuenca y Teruel; las tres últimas son las más débiles en densidad demográfica. Mención aparte merecen Asturias y Lugo, las únicas provincias de costa que decrecen y que lo vienen haciendo desde los años ochenta. Un descenso que se debe en gran medida al rápido envejecimiento producido por la emigración de jóvenes que abandonaron la región.
En una situación opuesta se encuentra Guadalajara, que emerge como la provincia más dinámica de España en términos demográficos relativos, debido en gran medida a la influencia metropolitana de Madrid. Guadalajara cuenta, además, con margen de crecimiento, al mantener una de las densidades más bajas del territorio nacional. En situación similar se encuentran Toledo, y en menor medida Segovia, con un nivel superior de envejecimiento. Sin embargo, esta influencia ligada a la vecindad está experimentando un menor efecto en Ávila y Cuenca, que se ven afectadas de manera desigual por una peor conectividad.
Un patrón similar se reproduce en Lleida que, pese a su condición interior, cuenta con una buena conexión y proximidad con la capital regional y la costa catalana. Asimismo, las provincias del interior como Córdoba, Badajoz, Ciudad Real, Albacete, Burgos o Huesca, que experimentaron una marcada pérdida de población en la década de los sesenta, muestran ciertos signos de mejora en las últimas décadas y han podido frenar la tendencia declinante gracias, en parte, a un modelo productivo más diversificado y posicionado en la agroindustria, el turismo y los servicios en general. Sin embargo, es importante señalar la existencia de profundos contrastes intraprovinciales.
Es una España diferenciada tanto en términos demográficos como socioeconómicos, donde emerge una nueva distribución en la que se pone de manifiesto el neto predominio de la vertiente mediterránea peninsular, en detrimento de la atlántica, y el gran avance demográfico de la España insular. En este contexto, las provincias costeras y los archipiélagos de Illes Balears y Canarias, continúan experimentando un crecimiento significativo. Un aumento atribuido a su intensa especialización en una economía de servicios estrechamente vinculada al turismo internacional.
Esta actividad turística ha sido un factor determinante para la demografía, que ha alimentado desde hace más de sesenta años la economía española y ha llegado a suponer en 2022 más del 12% del PIB nacional. Es la respuesta a las demandas de las clases medias y populares europeas, que han consolidado a España como segundo destino turístico más importante del mundo, solo por detrás de Francia. En este punto se incluyen las provincias costeras con ciudades intermedias como Girona, Tarragona, Castelló de la Plana, Alicante, Murcia, Almería, Granada, Málaga, Cádiz o Huelva; todas ellas con áreas funcionales turísticas de amplio dinamismo demográfico y económico que conforman conurbaciones y economías de aglomeración con un buen asentamiento de otras actividades industriales y/o agrícolas intensivas.
Las provincias que albergan ciudades más pobladas como València, Zaragoza o Sevilla crecen a un ritmo menor pero constante. Particular es el caso de la provincia de Zaragoza, que manifiesta grandes contrastes intraprovinciales, caracterizados por una marcada macrocefalia urbana en la capital que contrasta con los territorios despoblados de la región. Esta influencia metropolitana marcada por la capitalidad también es visible, aunque menos contrastada, en la provincia de Valladolid, Álava o incluso Navarra.
Las provincias con las grandes metrópolis de Madrid y Barcelona siguen creciendo, pese a tener densidades superiores a los 800 y 700 hab./km², respectivamente. Concentración que también es visible en las altas densidades de la costa vasca, alicantina, malagueña o de Pontevedra, así como en las provincias insulares donde se llegan a superar los 200 hab./km².
En el lado opuesto, casi la mitad del territorio tiene una densidad inferior a los 12,5 hab./km², incluso algunas provincias del interior llegan a descender de los 10 hab./km², conformando auténticos desiertos demográficos. Es el caso del Sistema Ibérico y, concretamente, el triángulo formado por Teruel, Cuenca y Soria, que delimita una de las regiones más despobladas de Europa. Cabe apuntar otros vacíos ligados al relieve, como los Pirineos, Cordillera Cantábrica, Sierra Morena, Montes de Toledo o Sistemas Béticos que condicionan la accesibilidad y la localización de actividad industrial. También las provincias limítrofes con Portugal se ven afectadas por el efecto frontera y la escasa integración regional entre los dos países.
La tendencia del modelo territorial español en la última década se ha basado en un proceso continuo de despoblación de las áreas rurales, que concuerda con un aumento en la tasa de urbanización de las provincias más pobladas, que siguen ganando peso demográfico. Una brecha entre el medio urbano y el rural, que cada vez parece más insalvable, y que es reflejo de la alta polarización en el reparto espacial de la población dentro del actual sistema de asentamientos: los pocos más de sesenta municipios de más de 100.000 habitantes albergan aproximadamente el 40% de la población, porcentaje que llega al 80% si se incluyen también los municipios con una población superior a 10.000 habitantes (el 5,6% de los municipios).
A pesar de las modificaciones en las preferencias residenciales observadas como resultado de la pandemia de COVID-19 –viviendas familiares más amplias y en mayor contacto con la naturaleza–, estas tendencias no han logrado mitigar el marcado gradiente demográfico entre las áreas urbanas y rurales. Así, los 4.986 municipios con menos de 1.000 habitantes (61%) apenas suponen actualmente el 3% de la población total.
Estos pequeños municipios se extienden principalmente en vastas extensiones de las dos castillas, Aragón y parte de Extremadura. Son entidades frágiles, caracterizadas por su dispersión geográfica, lo que dificulta la provisión de servicios y equipamientos públicos y la implantación de nuevas actividades económicas. Esto genera un círculo vicioso de pérdida de población que promueve la migración de los habitantes más jóvenes –en mayor medida mujeres– hacia las ciudades, al tiempo que incrementa la masculinización y el acelerado envejecimiento. Fenómenos estructurales que conllevan un crecimiento vegetativo negativo que irremediablemente las convierte en áreas vulnerables al riesgo de despoblamiento en las próximas décadas.
Resulta imperativo tomar medidas urgentes para favorecer la cohesión territorial, garantizar la disponibilidad de servicios públicos, impulsar la reactivación económica y promover un uso productivo y sostenible de los numerosos recursos y oportunidades que ofrecen las áreas rurales; todas ellas son acciones prioritarias para equilibrar la distribución de la población.
Además de las problemáticas ligadas a la despoblación, existen otros inconvenientes relacionados con la creciente saturación de los espacios urbanos y metropolitanos, como los elevados precios del suelo y de la vivienda, las desigualdades sociales, los procesos de vulnerabilidad urbana –en ocasiones ligados al envejecimiento que emerge en los barrios tradicionales de los espacios urbanos–, así como los relacionados con la congestión ambiental o la mayor facilidad en la propagación de enfermedades.
Por todas estas razones la despoblación del hábitat rural, de notables implicaciones sociales, económicas y ambientales, se ha convertido en uno de los temas estratégicos en las agendas políticas europeas, nacionales y regionales. Es en este marco donde cobra especial interés el Ministerio para la Transición Ecológica y el Reto Demográfico (MITECO), que a escala nacional tiene entre sus principales objetivos la lucha contra la despoblación y el despoblamiento, así como favorecer la cohesión territorial, la sostenibilidad ambiental y la habitabilidad humana.
Desde este Ministerio se aprobó en marzo de 2021 un Plan de recuperación de 130 medidas para el reto demográfico. Estas medidas se estructuran en torno a 10 ejes de acción para abordar el desafío demográfico en España: impulso de la transición ecológica; transición digital y plena conectividad territorial; desarrollo e innovación en el territorio; impulso del turismo sostenible; igualdad de derechos y oportunidades de las mujeres y los jóvenes; fomento del emprendimiento y de la actividad empresarial; refuerzo de los servicios públicos e impulso de la descentralización; bienestar social y economía de los cuidados; promoción de la cultura; reformas normativas e institucionales para abordar el reto demográfico. Estos ejes están en consonancia con las principales líneas de actuación que, según el MITECO y la propia UE, son necesarias para conseguir un desarrollo territorial adecuado en las áreas rurales en declive: gobernanza multinivel, neutralidad en carbono, movilidad rural sostenible, infraestructura verde, ecosistemas resilientes, turismo rural y bioeconomía rural sostenibles, entre otros.
La caída de la natalidad es estructural en España y las proyecciones de reemplazo y crecimiento vegetativo no son alentadoras. Conocedores de la prioridad estratégica de equilibrar la distribución territorial de la población y el sistema de poblamiento, son varias las autonomías que ya han diseñado sus propios planes para frenar la despoblación (Aragón, Principado de Asturias, La Rioja, Cantabria, Madrid, Galicia, País Vasco, Castilla y León, Castilla-La Mancha o Canarias). Son actuaciones con diversas estrategias y objetivos, que tratan de afrontar los efectos del reto demográfico en temas como la despoblación, la dispersión territorial, el envejecimiento o la baja natalidad. Del éxito de estos planes y políticas dependerá la construcción de un modelo territorial y poblacional más equitativo y sostenible.
Natalidad y fecundidad
El crecimiento de la población española no se comprende sin tener en cuenta que su transformación demográfica ha seguido las pautas enunciadas por la primera y segunda transición demográfica, esta última caracterizada por el papel decisivo de las migraciones en el crecimiento y reemplazo de la población.
La teoría de la transición demográfica explica el rápido crecimiento de la población, consecuencia de la transformación socioeconómica producida por el paso de una sociedad agraria a otra postindustrial. De las cuatro fases en las que se divide, la primera y la cuarta se caracterizan por sus reducidas tasas de crecimiento demográfico y las otras dos por fuertes crecimientos; la segunda con una fuerte reducción de la mortalidad, pero manteniendo elevadas tasas de natalidad; y la tercera por la continuidad en la reducción de la mortalidad, pero acompañada ya por una fuerte reducción de la natalidad. A esta teoría clásica se viene a unir ahora una quinta fase, que algunos denominan segunda transición demográfica, caracterizada por un crecimiento natural bajo, e incluso decrecimiento, ya que con frecuencia la mortalidad es superior a la natalidad, y con nuevos patrones sociales: incremento de la soltería, retraso del matrimonio, postergación del primer hijo, expansión de la uniones consensuadas, aumento de los nacimientos fuera del matrimonio, alza de las rupturas familiares y diversificación de los modelos familiares. A ello habría que añadir el factor migratorio.
Esta segunda transición opera sobre la base de una relativa estabilidad en las tasas de fecundidad y mortalidad (incluso con una fecundidad por debajo del reemplazo), pero con transformaciones importantes en otras variables como la nupcialidad, el calendario de la fecundidad, la formación y consolidación a largo plazo de los núcleos familiares, así como la consideración de la población inmigrante como un recurso más de reequilibrio social y territorial.
La sociedad española se encuentra en esta segunda transición demográfica, con un envejecimiento acentuado respecto a los finales de los ochenta, y con una base de la pirámide que es la mitad respecto a la de la generación de sus padres. En la última década, una parte significativa de la natalidad se debe a los aportes de los contingentes laborales extranjeros, en su mayor parte gente joven, con pautas de fecundidad más elevadas que las posteriores al baby boom español. Además, la buena situación económica de principios del siglo XXI animó a muchos matrimonios a tener el segundo hijo que habían retrasado. Ambos factores han repercutido en leves incrementos de natalidad, acompañados –como consecuencia de la disminución de la edad media aportada por los recién llegados– de ligeras disminuciones de la tasa de mortalidad.
No obstante, no se puede esperar de estos millones de inmigrantes que –pese a su innegable repercusión en el progreso del PIB español durante los primeros ocho años del siglo XXI– tengan la fuerza demográfica suficiente para cambiar la estructura de una pirámide de edades afectada por la caída de la natalidad de finales de los setenta.
La natalidad española ha sufrido un brusco recorte desde 1975 (valores del 17,34‰) hasta comienzos del siglo XXI, momento en el que se registró una leve subida: pasó del 9,42‰ de finales del siglo XX al 10,5‰ de la primera década del siglo XXI, en la que se alcanzó el máximo en 2008. A partir de aquí se inicia una disminución hasta el 8,6‰ de media en el periodo 2011-2021. El dato más bajo se alcanzó en 2022 con una tasa de 6,9‰. No obstante, hay una correlación inversa entre la caída de las tasas de natalidad y el aumento de la esperanza de vida de la población, también relacionada con la mejora de las condiciones sociosanitarias, de la que resulta una expectativa muy superior a las medias de alta esperanza de vida y baja natalidad de muchos países europeos más desarrollados.
Junto con la bajísima natalidad hay que destacar el mínimo valor del número medio de hijos por mujer (mapas Indicador medio de fecundidad). El comienzo del siglo XXI trae un leve resurgir de la fecundidad con los valores más altos en 2008 y 2009. El aumento del número de hijos por mujer corrobora la teoría de que el crecimiento se da en las provincias con mayor porcentaje de inmigrantes (Murcia y Almería entre otras), a lo que hay que sumar un ciclo al alza de la fecundidad de las españolas, al que se une la tardía maternidad de la generación del baby boom y un ligero aumento o adelanto en la edad de tener el primer hijo de las nacidas en la década de los ochenta, frente a la generación anterior. La década 2001-2011 ofrece un valor medio de 1,33, algo superior a la media de la década siguiente, con ciertas variaciones, dentro de la homogeneidad, entre las provincias del noroeste y el resto del país, y con las excepciones de las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, únicos territorios con valores superiores a 2 hijos por mujer. En la segunda década del presente siglo, el valor continúa descendiendo desde 2016 hasta 1,1 en 2020 y 2021, indicadores muy alejados de la tasa de reemplazo en todas las provincias. Una parte de esta caída en la natalidad y número de hijos se debe al retraso de la edad media en la que se tiene el primer hijo (31,5 años en 2021), muy por encima de las cifras que predominaban en la primera mitad del siglo XX, situada entre los 20 y 25 años, sin diferencias territoriales apreciables y poca dispersión. La evolución de este indicador ha sido ascendente a partir de entonces, de manera que en la década de los 90 del siglo XX ya superaba los 28 años y, desde inicios del XXI, los 30. En definitiva, entre 2001-2011, se tenía el primer hijo antes de los 31 y, a partir de 2016, se supera la edad de 32 años. Aunque no hay ninguna provincia en la que la edad media de la maternidad esté por debajo de los 30 años, hay diferencias entre el norte (edad media de maternidad por encima de los 32 años) y el sur (inferior a esta edad). Este retraso se explica por el incremento de la incorporación femenina al mercado laboral, con las consabidas dificultades para conciliar la vida familiar y laboral, así como por el retraso en la edad de emancipación de los jóvenes. En la actualidad, la tasa media de fecundidad solo supera el 40‰ en Ceuta, Melilla, Almería, Murcia y algunas provincias del norte con población inmigrante. En el resto del país los valores son bajos, sobre todo los casos de Asturias, León, Ourense o Zamora.
En resumen, solo si se produjese una fecundidad más elevada, el mantenimiento de la inmigración y el sostenimiento del bienestar económico sería posible una ligera reducción en la edad de la maternidad y unas mejoras de las tasas de natalidad.
Mortalidad y saldo vegetativo
Estos cambios han estado acompañados, hasta los inicios del siglo XXI, por el aumento de la esperanza de vida, que ha posibilitado la prolongación de las generaciones hasta superar los ochenta años y posicionarse en los primeros puestos de la Unión Europea. También por la drástica disminución de la mortalidad infantil, que ha supuesto mitigar el descenso del crecimiento natural, a pesar de la fuerte caída de la fecundidad. Las mejoras higiénico-sanitarias han contribuido a un aumento más que notable de la esperanza de vida de la población española, que en 1900 era de 35 años; llegó hasta los 62 años en 1950 y superó los 83,1 años en 2021. El aumento de la esperanza de vida ha hecho engrosar los grupos de edad avanzada, hecho que conlleva el incremento de la tasa de mortalidad general. La disminución de algunas tasas específicas de mortalidad (por ejemplo, de cáncer) ayuda a mitigar la tasa bruta de mortalidad que, sin embargo, ha ascendido entre las décadas analizadas (mapas Tasa media de mortalidad y edad media de la población), a lo que también ha contribuido la disminución drástica de la inmigración extranjera.
Ello explicaría por qué, en los primeros años del siglo XXI, la media española baja ligeramente hasta el 8,17‰ en 2010, como consecuencia del rejuvenecimiento propiciado por el incremento inmigratorio en las provincias que acogen los mayores contingentes, pero su ascenso es continuo hasta el 9,49‰ en 2021, como culminación de un proceso de envejecimiento que la inmigración por sí sola no puede parar.
No obstante, ha mejorado sustancialmente la esperanza de vida al nacer (mapa Esperanza de vida al nacer), no solo por la mejora de la atención sociosanitaria universal que dispensa el sistema público de salud, sino también por el enorme esfuerzo que ha supuesto una importante disminución de la mortalidad infantil y femenina por parto. Este aumento de la esperanza de vida en los dos extremos de la pirámide ha evitado tasas de mortalidad superiores, como corresponde, en la actualidad, a poblaciones envejecidas.
Hay que subrayar la diferencia en las tasas de mortalidad entre hombres y mujeres pues estas últimas presentan una esperanza de vida muy superior a la de los hombres. Solo entrado el siglo XXI se aprecia una reducción de esta diferencia por la mejora de las condiciones de vida y hábitos de los hombres. Una mejora en los tratamientos oncológicos y de las enfermedades degenerativas, en la línea de lo que ya ocurrió con las enfermedades cardiovasculares en la década de los ochenta, podría influir en una relevante reducción de la sobremortalidad en una población cada vez más envejecida, en la que destaca la supervivencia de las mujeres en 5,6 años de media en el conjunto nacional en 2021.
El descenso de la natalidad se compensa por la drástica caída de las tasas de mortalidad infantil (mapas de tasa de mortalidad infantil correspondientes a 2001-2011 y 2011-2021) que supone la maximización de la eficiencia reproductiva frente al ciclo demográfico antiguo, con una elevada sobremortalidad. La tasa de mortalidad infantil es uno de los mejores indicadores mundiales para mostrar los niveles de desarrollo de los pueblos. España es uno de los países que mejor se encuentra en este aspecto, con 2,54 defunciones por cada mil nacidos en 2021. A este valor se ha llegado tras una larga transición, que se inició a principios del siglo XX: si a principios del siglo pasado la esperanza de vida de un niño aumentaba un 22% al cumplir el primer año, en la actualidad esta mejora no supone más de un 0,75%, lo que refleja la revolución sanitaria de una sociedad en la que la muerte infantil es una excepcionalidad. Ese porcentaje de mejora tan bajo tiene, sin embargo, un reflejo importantísimo a nivel territorial, porque desde el periodo 2001-2011 al 2011-2021, la tasa de mortalidad infantil se ha reducido en todas las provincias, salvo en las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla donde los valores superan el 4‰.
La doble situación de menor mortalidad infantil y aumento de la edad media de la madre ha generado lo que algunos autores han denominado una revolución reproductiva y el asentamiento de la segunda transición demográfica.
Estas diferencias –favorables siempre a la natalidad desde 1975 a 2015– muestran la pauta de crecimiento vegetativo de la población española (mapas Saldo vegetativo medio). En el quinquenio 1975-1980 se crecía al 9,30‰, a finales del siglo XX la natalidad tan solo superaba en un 0,16‰ a la mortalidad, con lo cual el crecimiento se hubiera convertido en estancamiento de no ser por la inmigración extranjera.
En el reparto territorial el saldo vegetativo en el periodo 2001-2011 mostraba un claro contraste entre los valores positivos de las provincias del centro (Madrid y las provincias de su entorno, Toledo y Guadalajara), sur, sudeste, las provincias insulares y Ceuta y Melilla, con los valores negativos del resto de provincias del oeste y noroeste. Destacaba el crecimiento natural de las provincias canarias e Illes Balears, si bien esta última no pudo mantener los mejores parámetros de crecimiento demográfico que había mostrado hasta los años noventa. En los valores negativos de la mitad septentrional había que diferenciar entre las provincias gallegas y castellanoleonesas, que ya tenían índices muy bajos en la década de los ochenta y en ese momento registraban un empeoramiento, y otras provincias como las vascas, La Rioja o Navarra, en las que se constataba un crecimiento que todavía recogía las tendencias de décadas anteriores. La década siguiente muestra permanencias y cambios, dentro de un contexto muy diferente. Solo se mantienen con crecimientos moderados por el sur Murcia y Almería (entre 2,1‰ - 4‰) y Madrid y el resto de provincias con saldo positivo muestran ya cifras muy bajas, entre 1‰ - 2‰. En el resto del país, el decrecimiento es la nota dominante; destacan las provincias gallegas, Asturias, y algunas provincias castellanoleonesas (León, Zamora, Palencia o Ávila) con decrecimientos que pueden alcanzar el -8‰ e incluso superarlo, como en el caso de Zamora que registró una cifra de -11,16‰ en 2021.
Nupcialidad y estado civil
El declive de la nupcialidad española se produjo a partir del último cuarto del siglo XX, se consolidó durante la gran recesión y, después de la pandemia, se recuperó con un incremento de 20,5% en 2022, superado el máximo de 2016 (mapas Tasa media de nupcialidad). La baja nupcialidad se explica por una continuada falta de expectativas de futuro que repercute directamente en el número de matrimonios, con los mismos factores que en crisis anteriores, como son la precarización laboral de los más jóvenes, un precio de la vivienda inasequible, una inexistente oferta de viviendas, o la falta de servicios y de apoyos institucionales para las familias con mayor fragilidad sociolaboral. Esta caída de la nupcialidad también obedece a un cambio de mentalidad y modos de vida en las generaciones más jóvenes, en los que se prima el individualismo, el retraso en la emancipación por las limitaciones económicas y un grado de libertad y organización fuera de los modelos normativos tradicionales.
Además de la baja nupcialidad es reseñable el importante aumento de la edad para contraer matrimonio, que sigue creciendo desde los 32,4 años en la década 2001-2011 a los 36,3 en la de 2011-2021. En ambas décadas, el indicador es superior a la media nacional en las provincias más envejecidas, en aquellas con una tradición industrial, o en las que tienen una especialización turística, como son los espacios insulares. Estas tendencias responden a un modelo de comportamiento social que acepta plenamente la soltería u otros modelos de pareja y uniones.
Hoy, hay más familias fuera del marco matrimonial que cohabitan sin estar casados, en familias monoparentales o en familias reconstituidas. Esto ha supuesto que en cuatro décadas haya una reducción de más de un 4‰ de la nupcialidad, que no llega al 3,4‰ de media para el periodo 2011-2021. Además de las nuevas formas de relación de pareja menos o nada oficializadas, los enlaces civiles superan actualmente a los religiosos. También se han normalizado los nacimientos de madres no casadas en todas las provincias españolas, pasando de un 19,69% en 2001 al 49,25% en 2021 y son el 51%, si se trata de ciudadanas españolas (mapa Nacimientos de madre no casada).
Por otra parte, salvo durante la pandemia, la evolución del matrimonio entre personas del mismo sexo ha tenido un crecimiento estable y al alza (mapa y gráfico Matrimonios del mismo sexo). Este se inauguró en España con una brecha de género: en 2006, primer año completo, se casaron 3.000 parejas de hombres y solo 1.313 de mujeres. Pero en los últimos años ellas han superado los matrimonios masculinos con 2.887 parejas de mujeres frente a 2.158 parejas de hombres. Hay también un cambio espacial: si antes mayoritariamente los enlaces de personas del mismo sexo se realizaban en las provincias con grandes ciudades o territorios ligados al ámbito turístico, ahora los aumentos porcentuales se están produciendo en las provincias más envejecidas, de interior o con pequeñas ciudades. Esto solo se explica por el cambio de mentalidad que se afianzó con la transición democrática, una religiosidad alejada de los planteamientos más tradicionales, que habían caracterizado el régimen anterior, y por el papel de las políticas de igualdad y de no discriminación.
Con respecto a la tasa bruta de divorcios, se mantiene estable con tendencia a la baja, y una tasa de un 1,8‰ sobre el total de la población española. Más de un tercio de los divorcios se produjeron después de dos décadas o más de matrimonio, y en la franja de edad de la cuarentena.
[[Archivo:Enelaboracion.jpg|right|thumb|300px|Mapa: Estado civil de la población mayor de 16 años. 2021. España.
El mapa Estado civil de la población explica su composición por el grado de envejecimiento (a mayor envejecimiento, menor porcentaje de solteros, aunque pueda aumentar el de viudos), las tasas de natalidad y de fecundidad (cuando la reposición por la base es muy fuerte, aumenta el número de personas que no han llegado a la edad de contraer matrimonio), la edad de acceso al matrimonio (variable en función de las condiciones socioeconómicas y culturales tradicionales que explican, por ejemplo, que en grupos sociales precarizados se casen desde muy jóvenes, que en espacios urbanos se tarde más en desposarse, que las mujeres con título superior se casen varios años más tarde que las que no tenían estudios) o, simplemente, los índices de feminidad o masculinidad, pues es obvio que cuando las diferencias numéricas entre sexos son fuertes, los solteros/solteras aumentan casi de forma obligada. Esto sucedió en el siglo pasado en buena parte de nuestras zonas rurales o de montaña más pobres, donde las mujeres abandonaron el campo, mientras los hombres se quedaban ligados a la explotación agropecuaria.
Mientras que, entre los nacidos a principios de los cincuenta, el número de solteros no alcanzaba el 5% de la población, a mediados de los sesenta suponían el 20%, y ya en el 2021 superan el 38% del total y el 33,1% de los mayores de 16 años. Los porcentajes más elevados se localizan en las zonas urbanas y sus áreas metropolitanas, como Madrid o Barcelona, insulares y costeras que corresponden a los espacios más dinámicos y jóvenes, o las ciudades autónomas de Ceuta y Melilla, con modelos familiares más clásicos.
Por otra parte, entre las provincias que presentan el mayor porcentaje de casados destacan las que tuvieron fuertes emigraciones en el último tercio del siglo XX o bien con zonas de fuerte inmigración, baja natalidad y alto envejecimiento, y con un modelo de vida más clásico. De la misma manera, las pautas sociales más urbanas, costeras e insulares explicarían el mayor porcentaje de separados y divorciados.
En cuanto al número de personas viudas, se mantiene en torno a los dos millones y medio, cifra que ha sido estable desde principios de siglo, a pesar del considerable aumento de la población (casi 6 millones entre 2003 y 2023). Las viudas constituyen más del 88% sobre el total, y territorialmente se localizan en mayor proporción en las provincias septentrionales más envejecidas, como Lugo, Ourense, Asturias, León o Zamora. También se observa un mayor porcentaje de viudos en las provincias del interior centro-meridional, como Ávila, Segovia, Cuenca, Teruel o Albacete.
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