Dinámica demográfica
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Evolución y distribución de la población española
España, demográficamente y en otros muchos aspectos, es un país de contrastes. Su realidad compleja se manifiesta en las diversas distribuciones territoriales de las variables demográficas, hasta el punto de que puede recurrirse a la explicación de los cambios socioeconómicos españoles siguiendo la estela de los demográficos, que son, a la vez, variable explicativa y explicada. La evolución y actual reparto de la población española responde a una sociedad que inició más tardíamente, pero con mayor intensidad y rapidez que el resto de Europa occidental, el paso de un mundo rural a otro urbano. Los cambios políticos, ideológicos y socioeconómicos que se produjeron en toda España desde finales del siglo XIX y, sobre todo, desde mediados de la década de los cincuenta hasta finales de los noventa del siglo pasado, han supuesto transformaciones territoriales en la distribución de la población, en el modelo de asentamientos, en las actividades productivas y en la configuración de las redes de transporte y telecomunicaciones.
¿Por qué interesa el análisis de la población? El estudio de la población, hoy en día, facilita el análisis y explicación de los procesos socioeconómicos. Una correcta interpretación y valoración de la evolución y distribución de los efectivos demográficos pueden mostrar tendencias y tensiones en la organización territorial. También las actividades económicas, las inversiones en infraestructuras, o las decisiones administrativas o empresariales influyen directamente en la distribución y dinámica de la población. El conocimiento e interpretación de la realidad de un territorio (estado, región, municipio o barrio) no es posible sin conocer la distribución, composición y estructura de su población. Ayuda en gran manera a prever la prestación de servicios y la dotación de equipamientos de una forma adecuada y adaptada, anticipar las necesidades futuras de cada área, y prevenir posibles efectos negativos vinculados con la población. |
Conocerlos y valorarlos permite comprender mejor las relaciones y tensiones entre las dinámicas residenciales y productivas, la organización del modelo de asentamientos, los cambios en su estructura demográfica y la articulación territorial que suponen las infraestructuras. Todos ellos han originado, a su vez, cambios en la estructura y composición demográfica que son reseñables en las importantes variaciones de la distribución y organización territorial. Estas se aceleraron desde finales de los noventa del siglo XX, y en los comienzos del nuevo milenio hasta la crisis del 2008. Con el inicio de la gran recesión se ralentiza el crecimiento hasta los inicios de 2012, año en el que se asiste a una pérdida de población por el mantenimiento de una crisis que empieza a capear en lo macroeconómico, pero que ha aumentado la polarización de la sociedad, la precariedad y la vulnerabilidad de una gran parte de la ciudadanía española. De nuevo, a inicios de 2017, el crecimiento demográfico vuelve a ser positivo por un aumento de la llegada de extranjeros y una menor emigración por parte de los españoles.
Pero estas transformaciones se han producido de manera desigual, diferenciándose una España costera, insular y urbana dinámica que ha crecido, frente a una España de interior y más rural que inexorablemente ha perdido peso demográfico.
Estas diferencias confirman la hipótesis de que la población sigue el curso de la riqueza, produciéndose una relación directa entre el cambio demográfico-territorial y los diferentes ciclos socioeconómicos de la última centuria. Pero también es el fiel reflejo de los avatares históricos de una sociedad que ha sufrido sucesivos y cíclicos periodos en los que se han combinado esplendor, declive, autarquía y apertura. El conocimiento del pasado debe ayudar a comprender el futuro de una España que ha pasado de estar caracterizada por una sociedad joven, familiar, agraria, rural y asentada básicamente en el interior, a otra más madura, diversa, individualista, postindustrial, urbana y costera. La estructura de la población española ha pasado, en poco más de una centuria, de caracterizarse por tener un perfil joven a otro más maduro y envejecido. Además, el extraordinario aumento de la esperanza de vida ha supuesto la superposición de tres y hasta cuatro linajes de generaciones, lo que obliga a analizar el tipo de relevo generacional y sus relaciones entre los diferentes grupos de edad.
Entre el censo de 1900 y el padrón de 2017 se ha pasado de poco más de 18,5 millones de habitantes a más de 45,5 millones, lo que ha supuesto que la población se multiplique por 2,45, con una desigual distribución del crecimiento: 11 provincias han perdido habitantes en cifras absolutas (Teruel, Soria, Zamora, Lugo, Cuenca, Ávila, Ourense, Huesca, Palencia y Segovia), 26 han crecido, aunque en menor proporción que la media nacional, y otras 13 en mayor proporción que el conjunto español (Cádiz, Málaga, Sevilla, Illes Balears, Valencia, Alicante, Álava, Bizkaia, Gipuzkoa, Santa Cruz de Tenerife, Las Palmas, Barcelona, y Madrid que es la provincia española de mayor incremento en cifras absolutas y porcentuales). Es la España que retrocede frente a la que progresa.
Esta distribución, sin entrar en los cambios ligados a la inmigración extranjera de comienzos del siglo XXI, muestra el fuerte incremento madrileño, a muchísima distancia de lo que sucede en el resto de las provincias, pues tan solo Santa Cruz de Tenerife y Barcelona llegan a cuadruplicar su población y Las Palmas la quintuplica, pero la provincia de Madrid llega a septuplicarla. El vaciado demográfico se da en provincias que no llegaron a industrializarse, a especializarse en servicios, o en una agricultura exportadora de primicias, y que no han podido adaptarse positivamente a la nueva coyuntura tras la reconversión industrial de la década de los ochenta y la crisis de inicios de este siglo. Es una España diferenciada –demográfica y socioeconómicamente– por una nueva distribución en la que se señala más el neto predominio de la mitad mediterránea peninsular en detrimento de la mitad atlántica, y el gran avance demográfico de la España insular que se ha convertido en uno los primeros destinos turísticos de Europa.
Además, no se puede comprender el crecimiento demográfico y su reparto territorial sin la valoración de la adhesión de España en 1986 a la entonces Comunidad Europea. Aquello significó una financiación muy importante con cargo a los fondos estructurales de la política regional europea, que ha sido la base fundamental para una mejora sin parangón en las infraestructuras de comunicaciones en España. Estas continuas llegadas de recursos fueron hábilmente utilizadas por las administraciones públicas españolas y han resultado determinantes para la mejora de los equipamientos públicos en las regiones socioeconómicamente más retrasadas como Castilla-La Mancha, Extremadura, Galicia o Andalucía. Permitieron consolidar España como una de las economías de referencia en el contexto europeo y detener, momentáneamente, la sangría demográfica.
Más recientemente, los cambios territoriales de este inicio de siglo se cimentan en un modelo económico alcista, que se inicia a partir de 1995, con una fase expansiva que duró hasta principios de 2008 y con unas tasas medias anuales de crecimiento del Producto Interior Bruto (PIB) del 3,5%, las mayores desde 1975. Este cambio, denominado el «milagro económico español», supuso un importante crecimiento del PIB (aunque con altibajos), nuevos modos de vida, de modelo productivo y de actividad económica, cambios en las relaciones sociales y políticas, en la organización política y territorial, y la llegada de población inmigrante. España se transformó definitivamente. Había pasado de un modelo de sociedad autárquica y cerrada del pasado, a otro plenamente integrado en la Europa comunitaria. Por primera vez, pese a las reticencias iniciales, especialmente por parte de las mentalidades más conservadoras, acompasaba su ritmo al de las sociedades más avanzadas.
En este contexto, el turismo ha sido un factor muy importante que ha alimentado desde hace más de sesenta años la economía española, ya que llega a suponer en 2016 un 11,2% del PIB nacional, estableciendo un modelo territorial específico en el arco mediterráneo y en las islas, con una fuerte especialización en los servicios. Es la respuesta a las demandas de las clases medias y populares europeas, que han colocado a España entre los tres grandes destinos turísticos mundiales y que, en buena medida, explica, como antes se ha dicho, el modelo de poblamiento costero e insular.
Otro factor determinante en la organización y distribución actual de la población ha sido la estrecha dependencia de la economía española del mercado inmobiliario y la construcción. Durante más de una década el crecimiento de la población española estuvo muy por encima de países como Alemania, Francia, Reino Unido o Italia, impulsando el desmesurado mercado inmobiliario de los espacios costeros mediterráneos y metropolitanos, y en menor medida en los turísticos de interior, montaña y costa atlántica. Esta expansión inmobiliaria sólo inicia su descenso con la retracción de la demanda y la pérdida de rentabilidad en 2007, acelerando su desplome tras la crisis del sistema financiero a finales del 2008. Su reflejo territorial se tradujo en la consolidación de la urbanización en la periferia, la generalización de una urbanización difusa en los espacios turísticos o periurbanos, asentando un modelo insostenible que ha generado problemas de movilidad en regiones urbanas, y sistemas de infraestructuras caros e ineficientes. La «ley de liberalización del suelo» de 1998 (Ley 6/1998, de 13 de abril, sobre régimen del suelo y valoraciones) favoreció las grandes expansiones urbanas-productivas que respondían a las lógicas del mercado especulativo. Es el momento en el que la población joven española que se independiza se instala en las sucesivas orlas metropolitanas, con propuestas residenciales de más calidad y menor coste económico que en los centros urbanos.
Natalidad, hijos por mujer y fecundidad
El crecimiento de la población española no se puede comprender si no se tiene en cuenta que la transformación del sistema demográfico ha seguido, en primer lugar, las pautas enunciadas por la transición demográfica y, en segundo lugar, ha sido impactada por la denominada segunda transición, en la que las migraciones suponen un papel decisivo en el crecimiento y reemplazo de la población.
La teoría de la transición demográfica trata de explicar en cuatro fases el rápido crecimiento de la población en paralelo o, si se prefiere, como consecuencia de la transformación socioeconómica que se ha producido, por el paso de una sociedad agraria a otra postindustrial. Dos se identifican por sus reducidas tasas de crecimiento demográfico –son las que explican las fases primera y cuarta de la transición–, pero en medio se sitúan otras dos fases caracterizadas por fuertes crecimientos: la segunda con una fuerte reducción de la mortalidad, pero manteniendo elevadas tasas de natalidad; y la tercera por la continuidad en la reducción de la mortalidad, pero acompañada ya en este caso por una fuerte reducción de la natalidad. A esta teoría clásica se viene a unir ahora una quinta fase, que algunos denominan segunda transición demográfica, caracterizada por un crecimiento natural bajo, e incluso decrecimiento ya que con frecuencia la mortalidad es superior a la natalidad, y con nuevos perfiles sociales como son el incremento de la soltería, el retraso del matrimonio, la postergación del primer hijo, la expansión de la uniones consensuales, el aumento de los nacimientos fuera del matrimonio, el alza de las rupturas familiares, y la diversificación de las modalidades de organización familiar.
A diferencia de la primera transición demográfica, cuyo componente central era el comportamiento de las tendencias de la fecundidad y de la mortalidad, esta segunda opera sobre la base de una relativa estabilidad en ambas variables demográficas (incluso con una fecundidad con valores inferiores al reemplazo), pero con transformaciones profundas en materia de nupcialidad, calendario de la fecundidad y formación, consolidación y estructuración a largo plazo de los núcleos familiares, así como la consideración de la población inmigrante como un recurso más de reequilibrio social y territorial.
Actualmente, la sociedad española se encuentra dentro de esta segunda transición demográfica, con un envejecimiento agravado respecto a finales de los ochenta, con una base de la pirámide la mitad de la que constituían las generaciones de sus padres. En la última década del siglo XX, una parte de la natalidad se debió a los aportes de los contingentes laborales extranjeros, formados en su mayor parte por gente joven con unas pautas de fecundidad más elevadas que las posteriores al baby-boom español. Además, la buena situación económica de principios del siglo XXI animó a muchos matrimonios a tener el segundo hijo que habían retrasado. Ambos factores han repercutido en leves incrementos de natalidad acompañados –como consecuencia obligada de la disminución de la edad media aportada por los recién llegados– de ligeras disminuciones de la tasa de mortalidad.
No obstante, no se puede esperar de estos millones de inmigrantes que –pese a su innegable repercusión en el progreso del PIB español durante los primeros ocho años del siglo XXI– tengan la fuerza demográfica suficiente para cambiar la estructura de una pirámide de edades afectada por la caída de la natalidad de finales de los setenta.
La natalidad española ha sufrido un brusco recorte desde 1975 (valores del 17,34‰) hasta los comienzos del siglo XXI, momento en el que se registró una leve subida, al pasar del 9,42‰ de finales del siglo XX al 10,32‰ del primer lustro del siglo XXI, alcanzándose en 2008 el máximo con más de medio millón de nuevos nacimientos. A partir de aquí se inicia una disminución hasta el 9‰ del periodo 2011-2014. No obstante, hay una correlación inversa entre la caída de las tasas de natalidad y el aumento de la esperanza de vida de la población, lo que también está relacionado con la mejora de las condiciones sociosanitarias, ofreciendo unas expectativas muy superiores a las medias de alta esperanza de vida y de baja natalidad de muchos países europeos más desarrollados.
Junto con la bajísima natalidad hay que destacar el mínimo en el número medio de hijos por mujer. El comienzo del siglo XXI trae, como antes se ha dicho, un leve resurgir de la fecundidad. La media rebrota tímidamente hasta 1,39 hijos por mujer; el valle del Ebro y parte del País Vasco (Gipuzkoa), tras un considerable descenso, recobran al menos una cota similar a la media española. Este alza en el número de hijos por mujer corrobora la teoría de que el crecimiento se está dando en las provincias que han recibido mayor porcentaje de inmigrantes (Murcia y Almería entre otras), a lo que hay que sumar un ciclo al alza de la fecundidad de las mujeres españolas al que se une la tardía maternidad de la generación del baby-boom y un ligero aumento o adelanto en la edad de tener el primer hijo de las nacidas en la década de los ochenta, frente a la generación anterior. Pero esta mejoría se desploma hasta 1,33 hijos por mujer en 2016, con ciertas variaciones dentro de la homogeneidad entre las provincias del norte y centro, y con las excepciones de las ciudades autónomas de Ceuta y de Melilla con valores superiores a 2 hijos por mujer (ver mapas Número medio de hijos por mujer).
Como ya se ha comentado, una parte de esta caída en la natalidad y el número de hijos se debe al retraso en la edad media a la que se tiene el primer hijo vivo, que es de 30,7 años, muy por encima de las cifras que predominaban en la primera mitad del siglo XX, cuando la mayor parte de las españolas entre los 20 y 25 años habían concebido su primer hijo sin diferencias territoriales apreciables. Este retraso se explica por la incorporación femenina al mercado laboral, con las consabidas dificultades para conciliar la vida familiar y laboral, así como por el retraso en la edad de emancipación de los jóvenes.
En resumen, las tasas españolas de natalidad han ido reduciéndose de forma continuada desde finales del siglo XX, lo que ha contribuido al envejecimiento de la población y a un inevitable incremento de las tasas de mortalidad. Sólo si se produjese una fecundidad más elevada, el mantenimiento de la población inmigrante y el sostenimiento del bienestar económico, sería posible una ligera reducción en la edad de la maternidad y unas mejoras de las tasas de natalidad.
Mortalidad y saldo vegetativo medio
Todos los cambios referidos anteriormente han estado acompañados, hasta los inicios del siglo XXI, por el aumento de la esperanza de vida, que ha posibilitado la prolongación de las generaciones hasta superar los ochenta años posicionándose en los primeros puestos de la Unión Europea, y por la drástica disminución de la mortalidad infantil que ha supuesto mantener el crecimiento natural a pesar de la fuerte caída de la fecundidad. Las mejoras higiénico-sanitarias han contribuido a un aumento más que notable de la esperanza de vida de la población española que en 1900 era de 35 años; tras un largo proceso de mejora se llegó hasta los 62 años en 1950 y a superar los 83,1 años en 2016, destacando las mujeres con casi 86 años.
Este aumento de la esperanza de vida ha hecho engrosar los grupos de edad avanzada, hecho que conlleva el incremento de las probabilidades de muerte en los últimos años, por el riesgo asociado a la degeneración del organismo, lo que repercute en la tasa de mortalidad general que registra altos valores. A pesar de todo, la disminución de algunas tasas específicas de mortalidad (por ejemplo, de cáncer) ayuda a mitigar la tasa bruta de mortalidad que, sin embargo, ha ido ascendiendo de nuevo desde 2010, por la disminución drástica de la inmigración extranjera.
Esto explica por qué en los primeros años del siglo XXI la media española baja ligeramente hasta el 8,91‰ como consecuencia del rejuvenecimiento propiciado por el incremento inmigratorio en las provincias que acogen los mayores contingentes, pero en el resto, el ascenso moderado de la mortalidad es un hecho y la culminación de un proceso de envejecimiento que la inmigración por sí sola no puede parar.
No obstante, se debe tener en cuenta que ha mejorado sustancialmente la esperanza de vida al nacer, no solo por la mejora de las atenciones socio-sanitarias universales que dispensa el sistema público de salud sino, como ya se ha comentado también anteriormente, por el enorme esfuerzo que ha supuesto la drástica disminución de la mortalidad infantil.
Este aumento de la esperanza de vida en los dos extremos de la pirámide ha evitado tasas de mortalidad superiores, como correspondería a poblaciones envejecidas en la actualidad. Además, hay que subrayar la diferencia en las tasas de mortalidad entre hombres y mujeres pues estas últimas presentan una esperanza de vida muy superior a la de los hombres. Solo entrado el siglo XXI se aprecia una reducción de esta diferencia por la mejora de las condiciones de vida y de comportamiento de los hombres. Una mejora en los tratamientos oncológicos y en las enfermedades degenerativas, en la línea de lo que ya ocurrió con las enfermedades cardiovasculares en la década de los ochenta, podría influir en una drástica reducción de la sobremortalidad en una población cada vez más envejecida.
Por otra parte, el descenso de la natalidad se compensa por la drástica caída de las tasas de mortalidad infantil, que supone la maximización de la eficiencia reproductiva frente al ciclo demográfico antiguo con una elevada sobremortalidad (Nadal, J., 1984). Por ello, la tasa de mortalidad infantil es uno de los mejores indicadores mundiales para mostrar los niveles de desarrollo de los pueblos. España es uno de los países que mejor se encuentra en este aspecto, con 2,6 defunciones por cada mil nacidos en 2016. A este valor se ha llegado tras una larga transición que se inició a principios del siglo XX: si a principios del siglo pasado la esperanza de vida de un niño aumentaba un 22% al cumplir el primer año, en la actualidad esta mejora no supone más de un 0,75% en el aumento de su esperanza de vida, lo que refleja la revolución sanitaria de una sociedad en la que la muerte infantil es una excepción.
Esta doble situación de menor mortalidad infantil y aumento de la edad media de la madre, ha generado lo que algunos autores han denominado revolución reproductiva y el asentamiento de la segunda transición demográfica, permitiendo que, con un número inferior de nacimientos, se explique el buen ritmo de crecimiento demográfico hasta la década de los ochenta.
Estas diferencias entre las tasas de natalidad y mortalidad, sin tener en cuenta los movimientos migratorios, explican una buena parte de la evolución demográfica española. Dichas diferencias –favorables siempre a la natalidad entre 1975 y 2015– muestran la pauta de crecimiento de la población española. En el quinquenio 1975-1980 se crecía al 9,30‰, a finales del siglo XX la natalidad tan solo superaba en un 0,16‰ a la mortalidad, con lo cual el crecimiento se hubiera convertido en estancamiento de no ser por la inmigración extranjera. Esta parálisis ha tenido también consecuencias en la estructura por edades que en España, y otros países mediterráneos, se ha modificado un cuarto de siglo más tarde que en la Europa del norte y central, y se refleja en la actualidad en los índices de envejecimiento, dependencia, etc.
El crecimiento vegetativo ha disminuido en los espacios costeros y del sur, y, actualmente, son 31 las provincias que se encuentran con decrecimiento vegetativo, destacando Zamora, Lugo, Ourense, León, Asturias, Palencia, Ávila, Salamanca, Soria, Cuenca y Teruel, que aparecen a la cola de todos los parámetros demográficos, como evidencia el mapa Saldo vegetativo medio (2011-2014). En ellas se ha producido una crisis estructural, por una elevada emigración durante el siglo pasado, una población joven escasa y su sobreenvejecimiento, factores que lastran un potencial crecimiento positivo de sus efectivos demográficos. Por otra parte, unos crecimientos moderados se concentran en dos provincias: Almería, Murcia; y sobre todo en las ciudades autónomas de Ceuta y de Melilla, con valores superiores al 6‰. Son provincias costeras en las que sus saldos vegetativos ligeramente positivos se deben a la influencia de los contingentes migratorios recibidos y a una estructura demográfica más joven.
Como se observa en la cartografía, la España peninsular se puede dividir en una mitad meridional donde los valores son ligeramente positivos, a la que hay que añadir Madrid y las provincias de su entorno como Toledo y Guadalajara. La mitad septentrional peninsular presenta valores negativos, aunque hay que diferenciar entre las provincias gallegas y castellanoleonesas que ya tenían índices muy bajos en la década de los ochenta y ahora empeoran, y otras provincias como las vascas (menos Bizkaia), La Rioja o Navarra, en las que se constata un crecimiento que todavía recoge las tendencias de décadas anteriores. Illes Balears se cae de los mejores parámetros de crecimiento demográfico que había mantenido hasta los años noventa.
Nupcialidad, solteros, casados y viudos
Estas tendencias demográficas también se explican por el modelo de vida y organización familiar, con un descenso importante de la nupcialidad y un aumento relevante de los solteros, por los actuales modelos de convivencia, y de los viudos por el fuerte envejecimiento de la población española. Así, la tasa bruta de nupcialidad española es de poco más del 3,6‰ en 2016, cuando en los años de inicio de la transición democrática española estaban cercanas al 7‰ y, con todo, ya eran mucho más reducidas que las tasas que habían caracterizado fases anteriores de nuestra historia. Se ha producido, por lo tanto, en treinta años, una reducción de más de un 3‰ de la nupcialidad en un periodo en el que nuestra sociedad ha experimentado cambios tan importantes como la ley del divorcio o, desde hace una década, los matrimonios entre personas del mismo sexo.
La edad media de acceso al matrimonio se ha incrementado en el caso de la mujer en sus primeras nupcias, pasando de 25,66 años a finales de los setenta, a los 33,7 en 2016, lo que en buena medida explica, aunque sea de manera parcial, el retraso en la edad de la madre al alumbrar a su primer hijo. El cambio de mentalidad que supone las nuevas condiciones de la transición democrática y la pérdida de los valores religiosos tradicionales que habían caracterizado el régimen anterior, influye para que se vayan incrementando nuevas formas de relación de pareja menos o nada oficializadas, que se han traducido en que los enlaces civiles superen actualmente a los religiosos, y en que se consoliden las uniones entre personas del mismo sexo en las zonas históricamente más abiertas a la diversidad –provincias insulares, costa mediterránea y Madrid–.
El inicio de la gran recesión, con disminución asociada de las expectativas de futuro, repercute, sin duda, en el número de nuevos matrimonios, al igual que la precarización del empleo por otro más temporal, sobre todo para los más jóvenes. Igualmente se asiste a un cambio en el mercado de la vivienda, con incrementos superiores a los salarios, y la inexistencia de una oferta asequible de viviendas de alquiler que favorezca la emancipación. Si a esta situación de precariedad laboral se añade la asunción del cambio en el modelo de relaciones fuera del marco matrimonial, se explica que haya aumentado todavía más la reducción de las tasas de nupcialidad hasta el momento presente.
El siglo XXI consolida la caída de la nupcialidad española que sólo se ha empezado a recuperar ligeramente a partir del 2013, mientras que la edad de entrada al matrimonio de la mujer sigue aumentando hasta los 33,7 años de media. Ambos hechos, descenso y subida respectivamente, están por encima de la media nacional en las provincias más envejecidas y rurales. Todo ello continúa en las tendencias predefinidas en los primeros compases del XXI. Parece, por lo tanto, que esta tendencia en la disminución del número de matrimonios y el aumento en la media de la edad primo-nupcial se va a consolidar respondiendo a un modelo de comportamiento social que acepta plenamente a otros modelos de pareja y uniones o a la opción de soltería.
El porcentaje de solteros, calculado sobre el total de la población, es reflejo de otra serie de variables explicativas entre las que cabe citar: grado de envejecimiento de la población, (a mayor envejecimiento, menor porcentaje de solteros, aunque pueda aumentar el de viudos), natalidad, fecundidad (cuando la reposición por la base es muy fuerte, aumenta el número de personas que no han llegado a la edad de contraer matrimonio), la edad de acceso al matrimonio (variable en función de las condiciones socioeconómicas y culturales tradicionales que explican, por ejemplo, que las mujeres gallegas accediesen al matrimonio desde muy jóvenes; que en espacios urbanos se tardase más en contraer matrimonio, o que las mujeres con título universitario se casasen varios años más tarde que las que no tenían estudios) o, simplemente, los índices de feminidad o masculinidad, pues es obvio que cuando las diferencias entre sexos son fuertes, los solteros/solteras tienen que aumentar casi de forma obligada como ha venido sucediendo en buena parte de las zonas rurales montañosas, donde las mujeres abandonaron el campo mientras los hombres se quedaban ligados a la explotación agropecuaria.
Hay que reseñar el cambio social que ha supuesto que las generaciones de adultos más jóvenes puedan considerar la soltería o la pareja fuera del matrimonio como una opción sin las connotaciones negativas que tenía en la sociedad española de la primera mitad del siglo XX. Mientras que entre los nacidos a principio de los cincuenta el número de solteros no alcanzaba el 5%, la de los nacidos a mediados de los sesenta llegó hasta casi el 20% y en el 2011 superó el 43%; los valores más elevados se localizan en las zonas más urbanas, insulares y costeras –Madrid y su área metropolitana, costa mediterránea, islas o ciudades autónomas de Ceuta y Melilla–, que corresponden a los espacios más dinámicos y jóvenes. Cuando se analiza el grupo de solteros entre 20 a 40 años destacan las provincias más envejecidas sin perspectivas de crecimiento poblacional, y con una población rural significativa como A Coruña, Pontevedra, Lugo, Asturias o León. Otras como las provincias canarias, Illes Balears, Barcelona o Madrid responden a pautas y dinámicas urbanas que promueven estilos de vida más individuales, y con modelos de relación no reglamentados.
Por otra parte, entre las provincias que presentan el mayor porcentaje de casados destacan Ourense, Zamora, Cuenca, Teruel, Ciudad Real y Jaén, que coinciden en todo caso con provincias de fuertes emigraciones en el último tercio del siglo XX con un modelo de vida más clásico, más rurales y envejecidas. Mientras tanto, los espacios más urbanos y turísticos –Madrid, Barcelona, Málaga, Canarias o Illes Balears– son los que tienen un porcentaje de casados más bajo. Excepción serían las ciudades autónomas que, al tener una población joven importante poseen también unos valores reducidos. De la misma manera, las pautas sociales más urbanas, costeras e insulares explicarían el porcentaje de separados y divorciados más alto en las provincias canarias, Illes Balears, Asturias, Cantabria, Girona, Barcelona, Tarragona, Valencia, Alicante o Málaga. Por otro lado, las provincias septentrionales, las más envejecidas, son las que mayores porcentajes de viudas tienen –Lugo, Ourense, Asturias, León o Zamora–, mientras que las del interior centro-meridional presentan un mayor porcentaje de viudos –Ávila, Segovia, Cuenca, Teruel o Albacete–. Por último, son las provincias más jóvenes, costeras y urbanas donde los valores son más reducidos –las provincias canarias y andaluzas, todas las del arco mediterráneo, Madrid, Guadalajara o Toledo–.
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